25 mayo 2007

Miyazaki y toda su troupe


Chihiro cruzó aquel túnel, se hizo de noche, sus padres se convirtieron en cerdos y nada volvió a ser lo mismo. Si alguien ha sabido transportarnos más allá de lo mismo es este japonés bajito con cara de no haber roto nunca un plato y toda su pléyade de colaboradores, entre los cuales ha de haber, sin duda, un dios oriental venido a menos y cinco o seis criaturas sin nombre. No se explica de otro modo tanta habilidad para crear atmósferas inolvidables, capaces de saltarse a la torera barreras culturales y kilométricas y hacernos vivir dentro de ellas las más fantásticas historias que nunca nos atrevimos a imaginar. Apreciar su obra antes y dentro de los estudios Ghibli hace tiempo que dejó de ser un gusto especial de sibarita, una extravagancia original del espectador avispado. Está entre nosotros desde siempre, claro, sólo que no lo sabíamos con nombres y apellidos. Hoy por hoy son los nombres y apellidos de la mejor animación que uno pueda echarse a los ojos, unos ojos desgastados por ver siempre lo mismo. Si alguien pasa por aquí de refilón y advierte que le falta este autor entre sus preferidos hacedme caso, dadle una oportunidad a su pródiga producción, Totoro es una buena manera de empezar. Y después Porco, por qué no, la poesía más evidente de todas, y la mejor manera que se me ocurre de cerrar el relato con un cerdo aviador de la primera guerra mundial.

El dibujo es un homenaje hecho para una versión o viceversa, y para algún otro uso posiblemente. Y porque hay temas que sólo por tocarlos engrandecen al mensajero.